El gatito más anónimo del mundo

domingo, julio 20, 2008

Cuando tenía cinco años bailaría en un festival escolar. Algo de Crí crí, no recuerdo la canción en cuestión, pero actuaría el papel de un gato: gris, con cola de terciopelo y una graciosa y hermosísima máscara con chapas, enormes pestañas y bigotes de estameña. Era una máscara genial, no sé qué sucedió con ella. El caso es que bailaría. Estaba inscrito en el turno vespertino. Las mañanas previas despertaba, me vestía con el pequeño traje gris con cola, obviamente gris, de terciopelo y salía a jugar al jardín de mi abuelo. El día del estreno y de mi gran debut como bailarín de canciones infantiles estaba emocionado, saltaba de un lado a otro. Recuerdo perfectamente todo. El olor de los biscochos en la mesa con un mantel blanco bordado con imágenes de frutas (mamey, piña, manzana y uvas), recuerdo las paredes recién encaladas y el fresco y penetrante olor del blanco. Lo recuerdo perfectamente porque corrí desenfadado a la puerta de mi casa, esta tenía un escalón y un pequeño andador de un metro (a mí me parecía enorme esos días) que colindaba con el jardín de mi abue. El caso es que, corriendo, tropecé en el escalón y volé el gran metro hasta la llave de agua que mi abuelo usaba para regar sus azucenas; recuerdo perfectamente el azoro, la inconciencia pasajera, la frialdad del tubo galvanizado y su sabor, recuerdo el sabor del metal porque, al sentir el golpe en mi frente, me puse en posición fetal y mi boca quedó pegada al tubo. Mi madre llegó rápidamente pero el daño estaba hecho. Lloré inconsolable, cómo cualquier niño de cinco años, mamá me cargó y llevó adentro, me dio una concha con leche de chocolate, me sentó en el sillón y se quedó conmigo hasta que dejé de llorar. En la frente presumía un gran chichón, enorme cómo jamás he visto otro. La cosa fue que ese día tenía que bailar. Mamá trató de ponerme la máscara gatuna sin lastimarme, pero esta me quedaba tan ceñida y el chichón era tan grande que el dolor era insoportable; volví a llorar y le dije a mi madre que no bailaría. No recuerdo qué cosa me dijo ni cómo me convenció de hacerlo, pero bailé. Recuerdo los pasos, el dolor que se incrementaba en los saltos, la máscara húmeda por dentro porque el dolor me hacía llorar; de hecho casi no veía por los ojos de la careta. Pero bailé (entiendo porque ahora soy tan malo para bailar)

El caso, señorita, es que lo recordé justo hoy.

Ya ves que llevó mi pequeña máscara de gatito y detrás las lágrimas esperan su arte de tristeza rodando por las mejillas. Ya ves que no veo la desgracia tatuada en los rostros de nadie porque todos llevan su antifaz del día. Ya ves que ese nadie quiere quitársela porque está encariñada con ella. Soy el gatito más anónimo del mundo.

Pero mamá hizo que me levantara y siguiera caminando, bailando es más literal. Ando la vida bailando aunque sea un mal bailarín. Entiendo porqué debo seguir adelante, porqué el peso de tantos desafíos hace que los huesos de mis piernas crujan. Pero hoy quiero dar ese paso que propusiste, no sé a dónde ni cómo, pero eso ya lo descubriré.

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