El universo en las entrañas

sábado, mayo 31, 2008

Cuando era niño el universo era el prado frente al rancho de mi abuelo. El cielo mascaba las nubes y parecían recortes de crepé mal puestos sobre el papel añil. Invariablemente el universo crece conforme uno va creciendo. Los amigos de la escuela ya no viven a la vuelta de la cuadra sino en partes distantes de esta ciudad o lejos donde los recorridos habituales son de por lo menos una hora. Amigos dejan de serlo o vuelven. El universo parece crecer. Algunos se marchan lejos y se van disolviendo tras alguna llamada telefónica o carta o el saludo a distancia de algún tercero. El universo parece crecer en tanto que llegan otras personas y uno deja de ser el mismo siendo aquello que los mazazos del tiempo van forjando sobre la piel, aunque uno parezca ser el mismo. De pronto el universo ya no tiene esas dimensiones catastróficas de planetas y nebulosas. Todo se reduce al infinito universo de las entrañas. La nostalgia por los tiempos de las escapadas de días con colegas, los besos robados, el vértigo de los días.

Uno va por ahí con la identidad de lo común tatuada a fuerza de los años en el rostro. Nada me diferencia de los otros. Nadie sabe que un día fui grande sobre el escenario contando palabras o que fui una pequeña rata de campo llorándole mis secretos a una mujer desconocida frente a una fogata. El amigo que murió de una sobredosis, el imbécil que se burló de mí por escribirle poemas a una mujer, la salida del sol en Isla Mujeres con los pies deshechos y la dama amada en brazos de otro. La manía de llorar en el baño después de hacer el amor. Qué hermoso y solitario es el universo que llevo en el pecho. Supongo que cualquiera diría lo mismo del suyo.

Ahora sólo lo quiero contemplar, al menos por esta noche.

Chimeneas bucales

lunes, mayo 26, 2008

Cuando era más joven, en época de invierno hacía con mi aliento tibio pequeñas nubecitas de vaho por la escuela, por la calle, por la casa... en el recreo, en la comida, en misa... siempre. A veces pretendía ser un tren, algunas otras fumaba un cigarro imaginario que en verdad si sacaba humo. En los viajes largos de carreteras interminables, usaba los cristales del coche como hojas de cuaderno, mi dedo era el pincel y el vaho, la tinta con la que formaba toda clase de sandeces. Varias veces fui castigada por llenar de grasa de piel los cristales, que quedaban empañados por tanta tontería.

Yo sacaba humo y nubes y vapor y cielo de adentro. Yo tenía el universo en las entrañas.

Café frío

martes, mayo 20, 2008

El café frío o la cerveza caliente siempre son señales inequívocas de largas esperas o de olvidos. El último gran café frío que tomé fue hace unos seis años, era un día lluvioso, divino, gris, las personas pasaban a prisa, yo las miraba transitar por la ventana húmeda y llena de vaho; ya sabes, de esas tardes que ni mandadas a hacer para la espera o la derrota o la melancolía, o más bien todo junto.

No sé por qué no terminé esa tasa y pedí muchas más, supongo que el patetismo de aquella fría y medio vacía eran más acordes con el instante. No es de extrañarse, para hacer más trillado el momento, que estuviera esperando a una mujer. Todavía recuerdo el cabello ondulante y la premura de dos hombros al abrir a prisa la puerta, como para evitar la lluvia, el adorable abrigo rojo que tan bien le quedaba, el corazón, mi corazón dando vuelcos, porque la espera había terminado, y, luego de la gran sonrisa que debí haber esbozado, el segundo, el fragmento, el pequeño momento de gran vacío cundo ella giró y pude ver su rostro, oh, y la desilusión al descubrir que no era ella. Y sí, para no hacer larga y pesada la historia, efectivamente, ella nunca llegó.

Y ¿Dónde está el olvido?

La he vuelto a ver, alguna vez, de esos encuentros eventuales en cualquier parte, que a cualquiera le ocurren, y sigo sin poder preguntarle por qué ese día no llegó a nuestra cita; pero es que siempre se me olvida preguntarle y siempre lo recuerdo después.

Ahora mismo tengo una tasa casi vacía y fría delante de mí.

Peiser stories

lunes, mayo 19, 2008

Odio manejar. Lo aborrezco tanto como al café frío o las cervezas calientes. Lo odio. Simplemente ya no sé qué es peor: manejar o el transporte público.

Hace unos meses de mucha lluvia y pocas ganas de salir, fui a un remotísimo lugar del que regresar eran ganas de teletransportarse o morir. Primero metro en hora pico. Blargghh. Sudor ajeno, cuerpos pegados, calientes y húmedos. Bolsas que raspan, niños llorando y no falta el que te agarra la nalga (o lo que se encuentre en su camino).

Cuando salí mi ropa estába húmeda, después se secó. Mi ropa quedó tiesa. Argggghhhh.

Me bajé en División del Norte, caminé hacia eje 6 pensando en tomar el pesero que me deja en la esquina de mi casa. La gente aglomerada en la esquina, se subió de golpe al primer camión que se paró. Decidí esperar entonces al siguiente. Fue una malísisisisisisisima idea. El chofer tenía diciseis años, quizá un poco más. Su ayundante, que venía trepado como un mico sobre la caja del motor aparentaba más edad, pero a juzgar de su comportamiento le calculé menor edad que la del chofer. Me recibió las monedas con un piropo ilegible. No le di importancia. El camión no venía vacío pero quedaban algunos asientos libres. Me senté y me puse los audifonos esperando llegar a mi casa, cenar, tal vez ver una película y después dormir. Me vi en la cama.

El tiránico púber que manejaba la "unidad", trataba a las personas con el mayor desprecio posible. A una señora entrada en años le aventó el cambio, éste rodó y se cayó del pesero. El mozalbete alegó que no fue su culpa y la dejó sin moneditas. Ach.

A la altura de eje 6 y la Viga dimos un giro inesperádo que nos sacó de la ruta. Dimos vuelta a la izquierza y después sobre Eje 5 en sentido contrario. Nos fuimos así hasta que al maldito púber casi lo detiene una patruya y dimos vuelta en una calle extraña, solitaria y misteriosa. Odié al chofer con todo mi hígado.

Cuando el pasaje se hartó y muchos optaron por salirse, yo continué la improvisada ruta con el chofer del infierno. Mala idea.

El pobre inberbe bajó del camión a comprarse una Coca. Volvió como a los cinco minutos. Ach. Yo estába harta, enojada, triste, extrañando mi vochito feliz. Decidí bajarme... era mejor opción caminar que seguir en dirección a quién sabe dónde (posiblemente a casa de los malparidos escuincles).

-Aquí me bajó- mascullé
-No güerita, aquí no hay parada- refutó el niño chofer
-¡Pero si te acabas de bajar por una Coca!- exclame exasperada
-Otsss... ps se hubiera bajado entonces
-Arrrggghhhh
-Ora que lleguemos a la esquina se baja
-No la vayan a robar- sentenció el segundo al mando
-Arrrgghhhhh, mira, ya te pasaste de mi casa, yo no iba al metro, déjame bajar aquí

La gente no profería palabra alguna, parecía que venía sola en el Trasporte maldito.

-Ya le dije que aquí no se puede
-La bajamos en la esquina- repuso el segundo
-No se enoje, se veía más bonita cuando subió
-¡AAAAAAAAAARRRRRRRRRRRRRRRRRRRGGGGGGGGGGGGGGGGGHHHHHHHHHHH! NO ESTOY PARA GUSTARTE Y YA BÁJAME

El pesero se detuvo casi milagrosamente. Bajé lo más rápido que puse mentanto madres y alegando otras cosas. Yo creo que uno saca todo su estrés mientras viaja en el transporte público. Ya ni vi una película cuando por fin, tras una exhaustiva jornada de transporte, lo tenía más que merecido.

 
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