Café frío

martes, mayo 20, 2008

El café frío o la cerveza caliente siempre son señales inequívocas de largas esperas o de olvidos. El último gran café frío que tomé fue hace unos seis años, era un día lluvioso, divino, gris, las personas pasaban a prisa, yo las miraba transitar por la ventana húmeda y llena de vaho; ya sabes, de esas tardes que ni mandadas a hacer para la espera o la derrota o la melancolía, o más bien todo junto.

No sé por qué no terminé esa tasa y pedí muchas más, supongo que el patetismo de aquella fría y medio vacía eran más acordes con el instante. No es de extrañarse, para hacer más trillado el momento, que estuviera esperando a una mujer. Todavía recuerdo el cabello ondulante y la premura de dos hombros al abrir a prisa la puerta, como para evitar la lluvia, el adorable abrigo rojo que tan bien le quedaba, el corazón, mi corazón dando vuelcos, porque la espera había terminado, y, luego de la gran sonrisa que debí haber esbozado, el segundo, el fragmento, el pequeño momento de gran vacío cundo ella giró y pude ver su rostro, oh, y la desilusión al descubrir que no era ella. Y sí, para no hacer larga y pesada la historia, efectivamente, ella nunca llegó.

Y ¿Dónde está el olvido?

La he vuelto a ver, alguna vez, de esos encuentros eventuales en cualquier parte, que a cualquiera le ocurren, y sigo sin poder preguntarle por qué ese día no llegó a nuestra cita; pero es que siempre se me olvida preguntarle y siempre lo recuerdo después.

Ahora mismo tengo una tasa casi vacía y fría delante de mí.

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